Envío gratis España (península), USA, México. Resto a partir de $59,99
Cart
Toggle Nav

Wesley, John

Wesley, John
N. el 17 de junio de 1703 en Epwort (Inglaterra), decimoquinto hijo de Samuel Wesley, pastor anglicano. Su madre Anne era una mujer de piedad no fingida y de carácter muy firme.

Cuando tenía seis años su casa ardió con él dentro, siendo rescatado por unos valientes vecinos, como “una brasa del fuego”. A la edad de 12 años Wesley pasó a una escuela preparatoria en Oxford, donde organizó con ayuda de su hermano Carlos (1707-88), un club dedicado a la lectura del Nuevo Testamento, al que llamaron Club Santo (Holy Club). Practicaban el ayuno y dormían temporadas en el suelo. También visitaban mucho a los enfermos y prisioneros, porque creían que el sufrimiento que estas prácticas causaban les ayudaría a darles mayor santidad y obtener la vida eterna. George Whitefield (v.) fue recibido como miembro del Club, pero no estaba del todo de acuerdo con los demás y se opuso al ascetismo de sus compañeros, diciendo que todo aquello no era necesario ya que Cristo había pagado una vez por todas la deuda del pecado y que únicamente lo que él requería era vivir una vida fecunda para nuestros semejantes anunciándoles el Evangelio de la gracia.

Por aquel tiempo, un lord inglés estaba formando la colonia de Georgia en América del Norte y le invitó para trabajar en el ministerio en dicha colonia, y viendo esta invitación como un llamamiento del mismo Dios, Wesley aceptó el cargo y se embarcó en dirección al Nuevo Mundo. Durante este viaje tuvo ocasión de conocer algunos creyentes de la Iglesia morava que iban en la misma embarcación. Vio que entre ellos reinaba na perfecta concordia y nunca pudo observar que por ningún motivo se disgustaran entre sí. Comprobó además que en el peligro mostraban mucha sangre fría. Admirado por esta vida de fe y confianza en Dios, trató de averiguar sus principios.

Al llegar a América se puso a predicar una moral muy estricta, que los colonos de Georgia, aventureros en su mayor parte, recibieron con burla y no le prestaron atención. Viendo que sus esfuerzos eran inútiles con los blancos, trató de evangelizar a los indígenas del lugar. Pero no pudo aprender su idioma y se desanimó por lo que le decían por medio de intérpretes, que ellos no querían ser cristianos puesto que habían visto que los blancos que profesaban esta religión pegaban a sus mujeres, se emborrachaban y hacían muchas cosas que su propia religión pagana les enseñaba como malas y despreciables.

Después de vivir dos años en América, con el espíritu decaído por el poco éxito de su labor misionera, decidió volver a su patria. Durante el viaje de regreso reflexionó sobre la inutilidad de sus esfuerzos y empezó a pensar que si no había podido convertir a ninguno, tal vez la razón fuera que él mismo no se había convertido. Pasó la mayor pare del tiempo leyendo la Biblia y orando al Señor. Un día divisó un barco en lontananza que iba a América. Mucho tiempo después supo que en ese barco hacía la travesía al Nuevo Mundo su antiguo compañero Whitefield, quien en su misión americano obtuvo un resultado bien distinto del suyo, pues multitudes se convirtieron mediante sus predicaciones.

Al llegar a Inglaterra contrajo amistad con una alemán de los Hermanos Moravos, con quien tuvo muchas conversaciones sobre la salvación y vino a entender que muchos cristianos habían llegado a sentir el perdón de los pecados como una experiencia viva, no como resultado de un ascetismo riguroso, sino como una gracia divina obrando en sus corazones. Su hermano Carlos llegó a tener esta experiencia, unas semanas después él mismo, mientras oía en una reunión una lectura de Lutero (v.) —la introducción a su comentario a Romanos— que trataba la justificación por la pura gracia de Dios mediante la fe en la muerte expiatoria de Cristo, tuvo la misma convicción y sintió el mismo gozo y consuelo de saber que sus pecados habían sido perdonados por Dios.

Desde entonces comenzó a hacer referencia a esta experiencia en sus predicaciones, aconsejando a sus oyentes a buscarla con diligencia y en oración. Este mensaje no fue del agrado de los ministros anglicanos y empezaron a prohibirle el uso de sus templos. Viendo frustrados sus esfuerzos, determinó conocer mejor el movimiento pietista alemán antes de seguir su ministerio en Inglaterra y se fue a visitar la colonia morava que se había establecido bajo los auspicios y en el territorio del conde Zinzendorf.

Este y los hermanos moravos le recibieron con amor y pudo ver que había una especie de vida común entre los cristianos de aquella colonia. Cada uno de los miembros de ella tenía su trabajo especial de acuerdo con sus hermanos espirituales y con un determinado objeto; la confraternidad más grande reinaba en todas sus relaciones; gozaban de una libertad perfecta en sus cultos, pues cualquiera de ellos, sin ser pastor graduado, podía dirigirse a sus compañeros. Por otra parte, observó el gran celo misionero que distinguía a esta colonía que invertía todas sus ganancias en misiones que mantenía por todo el mundo. Demás está decir que Wesley quedó sumamente complacido por estas cosas y escribió a su hermano: “Dios me ha concedido al fin estar con una iglesia cuya conversación está en los cielos, en la cual mora la mente de Cristo y que anda como él anduvo”.

De regreso en Inglaterra volvió a encontrar la misma oposición del principio a que predicara en las iglesias anglicanas. Pero otro camino estaba abriéndose delante de él. Whitefield había regresado de América ardiendo con el deseo de anunciar el mensaje del Evangelio en Inglaterra como había hecho en el Nuevo Mundo. El, como Wesley, encontró muy pocas oportunidades de hablar en las iglesias anglicanas y decidió predicar al aire libre, lo cual hizo en el distrito minero de Bristol, donde los obreros de las minas estaban casi olvidados de la Iglesia oficial. La primera vez que predicó asistieron 1.000 oyentes, la segunda 2.000 y antes de terminar la su campaña evangelizadora había predicado a más de 20.000 personas en un solo día.

Al marcharse Whitefiel, Wesley quedó en el distrito de Bristol. Así comenzó la gran campaña de predicación popular que llevaron a cabo esos dos personajes y en la fueron ayudados después por muchas personas. Wesley pasó cincuenta años predicando, en muchas ocasiones de cuatro a seis veces diarias. Llegó a predicar 42.000 veces antes de que terminara su ministerio.

Cambios sociales siguieron a su ministerio de predicación. Miles de borrachos abandonaron su vicio, mujeres chismosas pusieron freno a su lengua, multitudes empezaron a guardar el día de reposo y a interesarse por las cosas del espíritu y de la cultura. El número de los convertidos creció rápidamente y pronto comenzaron a organizarse en congregaciones gobernadas por reglas muy estrictas de conducta, prohibiéndose hasta el baile o la asistencia al teatro. Sin embargo no se les dio ningún nuevo creo o forma de doctrina, que la habitual.

Wesley solía recorrer unos trece mil kilómetros a lomo de caballo por término medio cada año, llevando el Evangelio a toda una masa de labradores, pescadores y obreros que la naciente revolución industrial hacinaba en los grandes centros fabriles. Trabajó hasta la misma hora de su muerte, pues una semana antes de ocurrir ésta, escribía a William Wilberforce su célebre carta con la “execrable villanía del comercio de esclavos”.

Tuvo un matrimonio desgraciado con una esposa celosa que no compartía sus ideales espirituales, y vivió una vida de familia infeliz, siendo esto la cruz probatorio de toda su fecunda vida.

Por desgracia estalló una controversia entre Whitefield y él. Aquél sostenía que la salvación alcanzada una vez por gracia no podía perderse, mientras que éste sostenía lo contrario. Además Whitefield manenía que el hombre nunca puede alcanzar la perfección en esta vida, mientras que Wesley aseguraba que el creyente puede esperar en la existencia presente una “segunda gracia” de saberse santificado y perfecto ante los ojos de Dios. Estas controversias dieron lugar a que ambos amigos terminaran separándose.

A la edad de ochenta y un años aún continuaba trabajando activamente, haciendo viajes a pie y en la nieve hasta de cuatro leguas mientras predicaba cuatro o cinco veces diarias. A los ochenta y tres años fue a Holanda para dirigir una campaña evangelizadora. A los ochenta y seis menciona que un día sólo predicó dos veces y, por tanto, lo tuvo como un día de descanso. Pero al fin esta heroica divulgación del Evangelio tuvo el término natural y el 23 de febrero a la edad de 88 años predicó su último sermón. Al día siguiente murió con na gran paz espiritual y confiado plenamente en que su Maestro, a quien había servido con tanta fidelidad, le recibiría en el hogar celestial. El último mensaje a sus hermanos fue: “No desfallezcáis, Dios está con nosotros”. En su testamento, un documento muy sencillo, dejó algunas de sus pocas posesiones a personas que amaba, y firmó su nombre poniendo su sello al documento, con estas palabrima de sus iniciales: Creer, amar, obedecer, que representaban la esencia de su vida.

Wesley no quiso nunca abandonar la Iglesia de Inglaterra, pese a los muchos impedimentos y obstáculos que encontró para su labor evangelizadora y misionera. Fue un hombre de gran capacidad de trabajo y organización. Su personalidad era verdaderamente magnética y su amor por los pobre no tenía límites.

Escribió cerca de trescientos libros y panfletos, en materias tan variadas como teología, historia, lógica, ciencia, medicina y música.

OTROS LIBROS DEL AUTOR

No se han encontrado productos que se ajusten a los criterios.